Cuando le pregunto a Carmen Giménez si es feliz, se queda unos segundos callada y responde: «Razonablemente feliz, sí, todos tenemos problemas, pero espero ver crecer a mis hijas». No hay en ella rastro de rencor ni de rabia ni de ninguno de esos malos sentimientos que un día la llenaron por dentro y no la dejaban casi respirar. Han tenido que pasar más de diez años para que dé el paso de hablar de lo que le sucedió cuando tenía 29 años, era joven, guapa, con un buen trabajo y su horizonte solo dibujaba sonrisas. «Quise contar lo sucedido porque en la violencia machista los datos son números, pero detrás hay personas, y las estadísticas no incluyen a todas las personas, hay muchas historias que jamás ven la luz por miedo, como fue mi caso durante mucho tiempo», explica en una entrevista publicada en «La Voz de Galicia».
Ella tiene la fecha de la desgracia grabada para siempre. «Fue el 12 de marzo del 2010, ese día me cambió para siempre la vida». Carmen había salido de una relación de once años con una persona, se había acabado el amor, y creyó encontrarlo en otro hombre. Una persona tres años mayor, con un buen puesto, educado, y la imagen de un triunfador. «A mi entorno, sin embargo, no le gustó ni un pelo, les causó rechazo enseguida por cómo me hacía sentir, pero yo lo quería y siempre lo justificaba: ‘No se encuentra bien, hay que ayudarlo, él no es así’. Ese era mi razonamiento desde el corazón, porque si tú quieres, no te entra en la cabeza que alguien te trate mal conscientemente».
«Tienes depresión»
Carmen asegura que la relación fue tormentosa desde el principio, con detalles que poco a poco la fueron anulando psicológicamente y la metieron en una depresión. La pareja empezó en julio y en octubre ella estaba ya en el médico. «Tenía temblores, lloraba mucho, sentía angustia», asegura Carmen, que hasta entonces jamás había acudido a su doctora por nada semejante. Era la manifestación de lo que sufría en casa. Cuando le conté a él lo que me habían diagnosticado —«depresión»—, él me contestó: «Gilipolleces, no te tomes nada de lo que te ha mandado». «Ser consciente de lo que te está sucediendo no es fácil, no le pones nombre en ese momento, porque sobre todo en aquellos años en que empezaba la ley de violencia de género no había tanta información. Yo lo que sentía es que el modo en que me trataba no era normal».
Ese bucle de inseguridad llegó a tal grado de confusión que hubo un momento en que ella ya no sabía qué había dicho, cuándo y cómo, porque él le daba la vuelta a las cosas. La hacía de menos constantemente y la insultaba de esa manera sibilina: «Tú qué vas a saber», «No digas tonterías»… «Lo peor es que eso era en casa porque fuera, con la gente, me ponía por las nubes hasta el punto de que a mí me causaba vergüenza, presumía de mí de forma exagerada delante de todos». Dentro, en casa, era el horror. Gritaba, la encaraba, y le montaba follones por cualquier tontería.
¿Y qué pasó?, le pregunto. «Nada, esa noche se metió en la cama y yo me quedé dormida». Pero a la mañana siguiente, yo le vi la cara, le vi esa ira aún en los ojos y, aunque él me hizo el vacío y no me habló, yo me asusté muchísimo. Vivíamos en un dúplex, y en ese terror, cogí escaleras abajo y me encerré en un cuarto de baño que está al lado de la entrada. Y ahí empezó su simulación». «Primero —continúa— , intentó abrirme la puerta, pero como no pudo, hizo ver que se iba de casa. Abrió la puerta de la calle, llamó al ascensor e hizo que se iba. Pero él cerró y se quedó dentro. Cuando yo creía que se había marchado, salí como un animalito tembloroso y ¡ahí estaba él! Lo último que recuerdo oír fue: ‘¿Tú no tienes que ir a trabajar? ¡Pues hay gente que sí!’. Me llevó hasta la terraza y me arrojó desde una altura de un tercer piso».
Pero ahí empezó para ella otro calvario. Después de verse así y de tener que pasar meses en otro hospital, el de parapléjicos de Toledo, el primer fin de semana que por fin estuvo de alta fue a poner la denuncia. «Porque nadie, nadie, nadie había hecho atestado de lo sucedido. Ni la policía se personó en el hospital y habló con los médicos ni cuando me vieron tirada en el suelo dieron parte». Otro terror que se sumó a uno aún más pavoroso, el del juicio. «He sufrido doble agresión, la de mi pareja, y la institucional, porque en ese proceso judicial, tres mujeres —recalca—, una psiquiatra, una asistenta social y una psicóloga, emitieron un informe diciendo que yo no cumplía el perfil de víctima y que establecía relaciones muy fácilmente con hombres porque entre mi anterior pareja y esta habían pasado solo 15 días. Fue vergonzoso, me sentí señalada y juzgada por quien me tenía que proteger y el caso se archivó por falta de pruebas».
«Me desangraba»
Las estrellas que le han abierto el cielo a Carmen tienen nombre: Ana, Bruno y Valentina, sus hijos. Los tuvo después de la lesión, pero Bruno falleció por una falta de asistencia. «Empecé a sangrar en casa en la semana 34, llamé a urgencias, me dijeron que venía la ambulancia, pero nada, no llegaba, yo me desangraba, y en ese tiempo, cuando ya me llevaban en volandas al coche para irme al hospital porque nadie venía, Bruno nació. Tenía latido, pero al ser tan prematuro y al no haber llegado los médicos a tiempo se murió». ¡Imagínate mi relación con la Justicia! ¡Aún sigo esperando una resolución! Volvemos a quedarnos mudas.
Antes de despedirnos, le pregunto si ha vuelto a ver a su maltratador. «No, no sé nada de él», concluye para alentar enseguida la esperanza de todas las mujeres que estén sufriendo. «Por amor hacemos de todo y no tenemos que sentirnos culpables de amar. Nosotras no tenemos la culpa, pero tenemos que grabarnos a fuego que la violencia no se puede cuantificar. No se puede insultar un poco, humillar un poco, o pegar un poco. En cuanto te violenta y te hace sentir mal, ya está. Si tu pareja te hace de menos, abusa y te violenta, es una línea roja. De ahí siempre hay que escapar».